Fábula de una niña sin patria

Quizá Nunca supe cuál era el sabor de una anguila eléctrica (Trapezoide Ediciones), la primera novela de Florencia Gutman, no sea en realidad sobre la infancia, ni sobre los padres, ni sobre el destino de los emigrados, ni sobre el sinsabor de sentirse siempre como de visita: en su color otoñal –ese que la autora se niega a decir del todo por su nombre- yace a lo mejor otro asunto, escurridizo por definición, que es el del tiempo en su fuga infinita. Narrada entre tiempos, en distintas edades de la protagonista, como si fuera con una técnica de imágenes de cinematógrafo, capaz de hacer saltar las escenas de atrás para adelante, que parecen perderse y se retoman, como obstinados espectros, se encuentra la idea de libro como carta, o como diario íntimo a través del tiempo, o como bitácora en que se registran los pormenores de un viaje por aguas embravecidas: Londres ante el escándalo de un día sin nubes, gris Buenos Aires de los recién llegados, el sabor y la textura de frutas innombrables, noticias de mundos lejanos, despedidas de un jardín a otro. Una vez, Nabokov dio la orden, conminó a la memoria a manifestarse y hablar. En esta ficción, o auto-ficción, en esta novela que es también una suerte de “memorias incompletas”, Florencia Gutman ofrece la posibilidad de oír una especie de lengua extranjera en donde se conjuran con una delicadeza infinita las estribaciones de una biografía en estado de irresolución. 

Si algo no puede reprochársele a este libro es ceder a los cantos de sirena de la revancha. Es verdad que puede encontrarse cierto aire de nostalgia. Cierto rumor de paraíso perdido se deja oír sin pudor entre sus páginas. Un innegociable sabor dulzón –“una dulce tristeza” diría Julieta, en su balcón -, que es como de pérdida y a la vez de júbilo, se percibe en sus párrafos animados por una música secreta, que quizá no sea otra cosa que la propia voz de la autora. Una voz que se dirige en principio hacia sí misma: que se cuenta cosas, que recuerda para “armar” una memoria y para armarse de memoria: recordar para intentar saber; abrazar la fábula del pasado para entenderse, si se tiene suerte, en el presente.

Pero lo concreto es que no hay animosidad en la novela. El look back in anger de la pieza de John Osborne (y de la canción de David Bowie, que la autora omite) dejan paso al imperativo de la canción de Oasis que hace de epígrafeNo recuerdes con ira. No mires hacia atrás con odio. Exenta casi por entero de “pasiones tristes”, entonces, solo le queda a esta pequeña gran novela el ejercicio de una voz que no se detiene, porque está siempre recordando cosas para narrarlas, y porque recordar es una prerrogativa de los dioses y una condena de los humanos. Le queda la gracia de una escritura que se desenvuelve no como un arma sino como un antídoto para la incertidumbre y la perplejidad dolorosas del pasado. Los vaivenes de la memoria como collage –y uso esta expresión en virtud de la afinidad que Florencia Gutman tiene con el concepto de collage en sus trabajos de diseño-; la memoria en sus idas y vueltas como forma plasmada en la página a modo de salto narrativo, como un feroz “cortar y pegar” con el que se intenta construir el pasado, reponer las piezas perdidas, pintar de color los blancos, inventar las escenas que faltan, recuperar canciones olvidadas.

Bellísimo compendio de memorias dudosas, de fantasmas, de pequeñas siluetas de una existencia como a salto de mata, esta novela es en realidad, sobre todo, un cautivante manual de supervivencia para niñas aventureras. Aquellas que viven en la intemperie gozosa de tener que “hacerse una vida”: convivir con el misterio de la vida previa de los padres, del país de origen, de las mudanzas, de los parientes cercanos que son perfectos desconocidos, de las conversaciones en cuyos entresijos se capta el eco de lo prohibido. Una novela, se me ocurre, que entre las cosas que desdeña con elegancia se encuentran aquellas asociadas a las de una niñez en que todo lo que se calla encierra un dolor, una reconvención al pasado, un ajuste de cuentas.

 Lejos de eso, la escritura en Florencia encarna una especie de eterna perplejidad en la que nada se aclara por completo, nada se restablece del todo, nada se restituye como no sea una infinita vocación por seguir contando: contar para vivir, como Sherezade. Respirar contando. Digo escritura en vez de literatura, como me enseñó Milita Molina. La escritura está en las manos del escritor o la escritora: la novela de Florencia es una extensión de los dedos, es la manera en que una voz se vuelve materia y pasa a la página (o a la pantalla), se escribe y nos habla. Los lectores dichosos de este libro solo tenemos una queja: en algún momento, más pronto que tarde, el libro se termina. Pero en esta historia personal susurrada –como si fuera al oído de todos nosotros- no hay en verdad perdedores. Todos ganamos algo. Tenemos voz, tenemos historia, tenemos pasado, tenemos un tesoro escondido en forma de viejas fotos amarillentas. El libro da cuenta de ese tesoro y lo saca a la luz.

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